Al final, todo tiene un sentido
casi reparador, sobrehumano. Dicen que algunos dioses juegan con el destino de
los humanos. Sus minúsculas existencias sirven para entretener la ociosidad en la
magnificencia del paraíso que les corresponda, ya sea el Valhalla, el Olimpo,
la Yanna o el Cielo.
Pero ¡Ay de aquel! que juegue a ser
dios en las disputas entre mortales, pues en él fijarán sus ojos y medirán su
destino por la osadía de su afrenta, mostrándole así el tablero por el que
deberá discurrir al son del turno divino.
Eso fue lo que aconteció con Nohokai,
hijo de Kaleu, jefe del poblado maualea
en la falda de un volcán de una isla diminuta del pacífico. Valeroso guerrero,
pero imprudente y necio, quiso desafiar al dios que estaba de guardia,
retándolo a nombrarle emperador de las islas.
Lo invocó al tercer día tras
humillar a su oponente, Keanu, un pacífico pescador de marlines y dorados que
se ganó el respeto de sus habitantes con sus profundas reflexiones ante
cualquier adversidad. Un buen día Nohokai le retó a una carrera cuya meta era
el extremo opuesto de la isla.
Allí esperaba el Moai oráculo de
Lono, cual fiel pregonero de las andanzas humanas cotidianas. Keanu eligió el
mar y Nohokai el cielo, como medios para alcanzar la meta. Nokohai construyó
unas alas enormes con las cuales sobrevolar la isla con la fuerza de sus
brazos.
Keanu partió solo, con su humilde
Kayak remando pacientemente, mientras observaba al necio volando sobre la isla
y alzándose entre risotadas por encima del volcán. Y ahí es donde Lono, decidió
mover un dedo.
El volcán despertó, justo cuando
sobrevolaba el cráter, y el fuego purificador se lo llevó.

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