El Turiferario.
Año de Nuestro Señor de 1582. 4 de octubre.
Salió como alma que lleva el diablo por la Puerta del Infierno. Bueno, casi literalmente. Lo de la puerta viene a cuento porque es así como designaron a uno de los cinco majestuosos umbrales que dan entrada —y en este caso también, “salida”— a otras tantas naves de la Catedral de Santa María de Toledo. Construida encima de una antigua mezquita, como era costumbre a principios del XIII en el interminable “tuya-mía” entre moros y cristianos, se irguió durante los tres siglos siguientes como la capital religiosa del cristianismo español.
El que huía era, de nuevo, Guillermo, el turiferario. Un chaval de no más de 13 años, octavo hijo y póstumo de Doña Isabel, viuda de Don Rafael de Atienza, médico de pro, que fue víctima dos años atrás de las fiebres que azotaron al populacho del virreinato de ultramar. Sus restos descansaban bajo el suelo de la Capilla Mozárabe con una inscripción esculpida que rezaba así: «Aquí yace Don Rafael de Atienza, Ilustre Galeno del Virreinato de Nueva España y Médico distinguido por la Real y Pontificia Universidad de México».
El Ilustre Galeno, antes de morir víctima de la Maldición de Moctezuma, dejó escrito como acto de última voluntad que su último vástago, Guillermo, debía dedicar su vida a la Iglesia como tributo a su fe inquebrantable en las enseñanzas de Cristo. La encomienda fue enviada al Obispado seis meses después de su fallecimiento y en su virtud, Don Juan de Avellaneda, prelado que regía dicha circunscripción, dio parte del testamento vía reglamentaria al presbítero en jefe de esa catedral, Don Tomás Fierro, quien pasaría a ser su mentor en adelante, por la Gracia de Dios.
Puesto ya en el encargo, el Padre Tomás, se esmeró en tener a punto todo lo necesario para cumplir con los designios del difunto, y pensó que lo más idóneo para el neófito era introducirlo en los sagrados ritos de la Santa Madre Iglesia, comenzando por abajo, claro está. O sea, sujetando la patena, el cáliz y demás utensilios variopintos de la liturgia canónica para ayudar en lo que fuese menester al enlace de Dios en la Tierra.
Como en todo lo relativo a los asuntos parroquiales, las formas siempre han sido consustanciales al rito y la tradición, y más si cabe, tratándose de la catedral de la entonces capital de España pues ya llevaban veinte años de retraso en el traslado de la Corte Real de Felipe II y aún seguía allí, en Toledo, viéndolas venir.
En consecuencia, respetando el más absoluto de los protocolos, el Padre Tomás encargó que vistieran al monaguillo los días de oficio con la indumentaria prescrita para tal fin: una túnica blanca de algodón con sobrepelliz de seda, esto es, una especie de manto colocado encima de la misma, un cíngulo alrededor de la cintura y unas sandalias de esparto de la mejor calidad.
El chico era inteligente y espabilado, pues ya había tenido como referentes a tres de sus hermanos, estudiosos como su docto progenitor, pero sobre todo por la influencia de los niños de la calle, otros huérfanos menos afortunados que él, algunos mozárabes, a los que el hambre y el frío estimulaban sus ocurrencias. Se reunían a menudo justamente en una de las dos capillas menores de la catedral, la de los Reyes Nuevos, consagrada a los Trastámara, un linaje de rancio abolengo que gobernó tres siglos atrás en varios reinos colindantes.
Pues bien, el motivo de la huida se debía a una más de las muchas gamberradas propias de la adolescencia protagonizada por él y fraguada por sus compinches de aventuras, Mohamed, Rashid y Diego, el cerebro del grupo, en una de sus reuniones clandestinas, bajo la luz de los cirios de la Capilla de marras.
Como iba diciendo, Guillermo había sido nombrado «Turiferario», que no era más que el mote que ostentaba el monaguillo encargado de portar el incensario, un objeto metálico parecido a un botijo con una cadena, adornado con muchas hendiduras por las que circulaba el aire y en el interior del cual se introducían brasas de carbón mezcladas con sustancias aromáticas, entre ellas el incienso.
Mal aconsejado por Diego y su cuadrilla, se le encomendó por mayoría absoluta que en una de las misas en la que Guillermo portase el turífero o incensario, cambiase el contenido de las resinas vegetales aromáticas del incienso por otras resinas más populares y conocidas más abajo de Castilla, allá por el Al-Ándalus, las cuales no sólo facilitaban la meditación y las prácticas espirituales del rito católico, sino que, además, ponían a los fieles más contentos que unas castañuelas.
—Mira Guille, el “Moha” y Rachid han traído esto. ¡Shhh! —que no nos vean.
—¿Que es? ¡Puaj, que mal huele!
—Se llama “Al-hachicha”. Lo fuman los viejos con la “sebse” una pipa de fumar marroquí y se ponen muy contentos. No paran de reír. ¿Te imaginas?
—Si me pilla el Padre Tomás, me matará.
—¡Pero Guille! ¡eso no va a pasar! ¡ni se dará cuenta!
Así pues, confiando en que el presbítero mantuviese la liturgia en el momento de la consagración del Cuerpo de Cristo, pasaron a la acción los instigadores, camuflados entre los bancos de la Capilla de la Virgen del Sagrario y también el ejecutor material, vestidito de blanco, que empezaba ya con los movimientos oscilantes del incensario.
Al poco, mientras Don Tomás alzaba la hostia consagrada como ofrenda a las alturas, el tufillo fue alcanzando popularidad y comenzaron las primeras risotadas. Don Tomás, interpretando un canto gregoriano en plena eucaristía, fue observando desde las alturas y de reojo, la algarabía que se estaba formando abajo en la Tierra. De pronto, reconoció el olor. Los feligreses se daban la paz y se tronchaban sin parar.
—¡Válgame el cielo! ¡Niño del demonio!
Y hete aquí el momento de la huida apresurada de referencia, justamente por la Puerta del Infierno, del infante Guillermo de Atienza, perseguido por la furia divina encarnada en Don Tomás, con la sotana arremangada para darle alcance como autor de tan grave ofensa.
—¡Te arrepentirás, Guillermo! —gritaba.
—¡Cuando te alcance recibirás un castigo ejemplar! —repetía, mientras se ahogaba por el esfuerzo persecutorio.
Ese mismo día, al anochecer, y en presencia ya de su mentor, Guillermo aguantaba el chaparrón cabizbajo, asumiendo con propósito de enmienda el castigo que debía cumplir por su inaudita osadía:
—Permanecerás diez días castigado a pan y agua a partir de hoy jueves, recluido en tu habitación, es decir, hasta el día 14 de octubre inclusive. ¡Y pobre de ti, si no cumples la condena!
Al oír la sentencia, Guillermo no pudo más que disimular haciendo acto de contrición mientras se le escapaba la risa.
Al día siguiente, viernes, mientras preparaba el cuerpo y la sangre de Cristo, dando un sorbo de ésta fuera del circuito ordinario, detectó la presencia de Guillermo, que ante su sorpresa, se dirigía a la Puerta del Reloj a toda prisa.
—Pero ¿será posible? ¡Adónde vas pequeño pecador! ¿No te dije que permanecieras en tu habitación castigado?
—Ya cumplí mi condena, Padre Tomás.
—¡De eso nada! ayer te impuse un castigo hasta el día 14 ¿recuerdas?
—Sí, Padre, pero hoy es día 15. No lo digo yo. Lo dice su jefe, ya sabe, el Papa Gregorio.
Ante tal respuesta, evidenciando que ciertamente era un chico espabilado, y maldiciendo su enorme despiste, al verse sorprendido al traspiés, no supo qué decir y no le quedó más remedio que cerrar la boca, avergonzado por haber olvidado el cambio de calendario.
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