Algo así es lo que le sucedió a Jairo Cortés:
Pasé noches enteras odiándome. Acumulando colillas y pensamientos inútiles delante de la blanca palidez de la pantalla. En el estertor de la última madrugada, al tiempo que mis párpados se rendían, me asaltó el estro de mi salvación.
Pero ya pertenecía al mundo de los sueños…
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-Lisa. -Despierta. ¡Nos hemos dormido! Gregor mira la luz que se cuela por la rendija de la persiana, y salta de la cama. A la pata coja, con una mano se pone los pantalones y con la otra coge el móvil, mira la hora y sigue refunfuñando su falta de lucidez.
-Sabes que no me gusta que me llamen así. No soy tan repelente. Con una Simpson ya hay bastante.
- ¿Qué hora es? ¿Ya son las 12?... buff!
Zoe lo mira, se atusa la rubia melena, y comparte entre soplidos, con él sus maldiciones.
-¿Crees que aún llegamos?
-Eso espero...No hemos estado nunca tan cerca...
¡Toc, Toc!. La puerta.
Gregor abre y exclama: ¡Por Belcebú!
Bueno, Tranquilos. Lo he conseguido: 3 pasajes para Lhasa.
Vestido aún con los restos de una noche interminable de alcohol y reggaetón, Víctor, asiente, y repite: -Partimos hacia Quiantang, la Gran Pradera.
Lo que sigue, es un caos de maletas, puertas, pasillos y escaleras, aderezados con un público sorprendido del Hotel Courvoisier, expectante por ver quién de los tres alcanza primero la salida…
-Te lo dije, Jacques, la rubia. Me debes veinte pavos.
Ya en vuelo, por un convincente mareo, desde el interior del minúsculo cubículo, Zoe agarra por las solapas a Gregor, cierra el pestillo y le come a besos.
Qué difícil es hacer el amor a 30.000 pies al parpadear “fasten your seat belt” entre gritos del pasaje, y turbulencias.
Al fondo del pasillo central, ocupando tres asientos, Víctor, ajeno a la histeria colectiva, y a los lances eróticos de sus inconscientes compañeros de viaje, ronca una sinfonía.
Poco a poco, la calma regresa y, con ella, los dos pasajeros perdidos en el tiempo y el espacio…
El diminuto aeropuerto de Lhasa parece hundido entre las montañas peladas que conforman el paisaje natural del Tíbet. Es lo primero que ve el viajero al descender del avión. Tras la cordillera, a unos 300 kilómetros, en medio de la pradera, oculta entre dos colinas, se halla la aldea de Nagqu.
Ocho horas más tarde, en una guagua más propia de la 2º Guerra Mundial, con los riñones vapuleados por cientos de agujeros en el camino, Gregor Markof, el antropólogo, Víctor García, el asistente, y Zoe Gerrit, periodista del National Geographic, contemplan bajo las RayBan, el lugar de destino.
-Es increíble, a pesar de la distancia que separa este rincón del mundo de mi Asturias-Patria Querida-, lo que retiene la vista es idéntico: gente humilde dejándose el sudor y la piel, verde para aburrir, y cuernos. Muchos cuernos.
La cita de Víctor queda en el aire, y una inmensa pradera se extiende ante sus ojos, moteada por innumerables bóvidos peludos, que poco tienen que ver con las apacibles vacas lecheras asturianas.
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Pero la noche no es eterna. Ni la columna vertebral de Jairo Cortés, dormida para siempre de cintura para abajo, soporta la posición en la que se ha quedado.
Quejumbroso, al calor de los primeros rayos de sol y con la boca pastosa, aún adormecido, dejó atrás las praderas y las montañas, regresando al mundo cruel de la ciudad.
Cuando despertó, visualizó el Título: "Nagqu. El Denisovano Errante".
-¡Eso es, maldita sea!.
Y la pantalla, regresa de la hibernación hambrienta de letras, y se entrega a su disposición, mientras engulle las últimas galletas mezcladas con Johnny Walker.
Enciende el último Marlboro del paquete, lanza la cajetilla a la papelera y comienza a teclear.
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