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ME LLEVO A LA GORDITA



 --“Me llevo a la gordita”--, decidí aquel 30 de septiembre de 2006, sopesando dos ejemplares de Beagle que apenas cabían en las cuencas de mis manos.

 

Como si se tratara de una decisión bíblica, mis ojos decidieron el destino de la criatura más pura que he tenido el privilegio de conocer. En apenas veinte segundos, escrutaba en aquel diminuto ser alguna señal inequívoca de mi propia identidad, buscando respuestas a mi tristeza.

 


Quise convencerme de que aquella cosita tricolor de ojos casi humanos (contorneados como si el rímel le viniese de nacimiento), iba a ser el bálsamo que aplacaría mi dolor, y, sobre todo, el de mi retoño de 13 años, que ya escapaba de la niñez, para siempre más, marcado por mi divorcio.

 

“Tendrá el cariño que pueda faltarle”, pensé, sin darme cuenta de que, en realidad, mis reflexiones me señalaban a mí y no a él.

 

Así que introduje a Kira (que así la nombré) en una caja de cartón, y la acomodé sin demasiadas precauciones en el maletero de mi viejo monovolumen, sin apercibirme, de regreso a los restos de mi hogar, que había escapado, y de paso, -supongo que debido al terror que le produjo el vaivén del coche-, se había hecho de todo en el interior. Empezábamos bien...

 

Tampoco calibré demasiado el impacto que se suponía iba a producir en mi hijo, al que su cariño se le fue impregnando poco a poco, con el paso de los años. Así que, en poco tiempo, Kira se convirtió en el centro de mis obligaciones y de mis rutinas.

 

Fueron pasando los meses, y con ellos fui cerrando heridas. Volví a enamorarme, y sentí y viví una segunda adolescencia, y con esta nueva relación conformé de facto, con una nueva compañera, sus dos hijas y mi hijo, una familia numerosa, a la cual se añadió otra perrita, Tuca, mezcla de schnauzer y de no se sabe bien qué. Quién me lo iba a decir...



Se le suponía a Kira que debía ser cazadora, pues los beagles están reconocidos como tales. Sin embargo, me salió un tanto cobardica y un poco parlanchina --puedo asegurar que alguna que otra palabra salía de su boca en el idioma de Cervantes, doy fe--. Cuando esto sucedía, no podía evitar reír, viendo como levantaba una pata mientras intentaba convencerme de alguna urgencia perruna.

 

Su piel desprendía un fuerte olor, pues su genética no engañaba, y eso generaba cierto rechazo en ocasiones. Pero eso a mí nunca me importó. Ni tampoco su tozudez. Creo que no existe otra raza más terca en el universo canino. Tenía una clara pose de ganadora de concurso de belleza, con su recta y tiesa cola marrón rematada de blanco en la punta, cual pincel. De los tres tamaños de Beagle era la de raza más pequeña y su piel era un lienzo equilibrado de blanco negro y marrón.



Pero eso solo la describe en la forma, pues lo realmente sorprendente era su fondo. En los momentos en que la tristeza me consumía y afloraban las lágrimas, ella se acercaba y levantando la mirada, sin decir nada, apoyaba su cabecita en mi pierna, tratando de consolarme. ¿Cómo que no tienen sentimientos los animales? ¿Quién dice tal cosa? Yo podía leer en sus ojos el consuelo de una madre, la compañía de un amigo, la lealtad de un hermano… tan sólo con una mirada.

 

Y qué decir de su inteligencia. Solo le faltaba hablar… de hecho, como digo, alguna palabra llegaba a tener sentido en su ladrido lento y quejoso, y era muy gracioso comprobar cómo giraba la cabeza, con esas enormes orejas, cuando comprendía el significado de alguna de mis palabras, sobre todo cuando versaban sobre comida o recompensa. Quizás lo que más me impresionaba era su capacidad para comprender una determinada situación. Su contexto. Solo por mis movimientos adivinaba cuando iba a salir y dejarla sola durante unas horas, o se alegraba viéndome hablar por teléfono con mi familia. Pero como todos los perros, su necesidad de cariño era exclusiva, y sufría cuando me iba al trabajo hasta verme regresar.

 

Con el paso de los años, siguió conservando su aspecto juvenil. Nunca tuvo problemas de salud. Quizá por esa razón esta raza es utilizada cruelmente para la experimentación, cosa para mi inconcebible e inhumana.

 

Kira me regaló quince años de su vida, y una gran lección de humanidad.

 

Incluso en el primer año de la pandemia mundial del virus de la Covid-19, ya anciana, me permitió poder salir en los peores momentos a respirar algo de aire, haciéndome sentir especial entre tanto miedo e incertidumbre.

 



El día de año nuevo de 2021 conocí el dolor como nunca antes lo había sentido en mi pecho. Creí que iba a morirme con ella. Tuve que ser yo quien decidiese su marcha. Eso fue lo más duro. Su mirada. Su adiós. Si existe un cielo para los perros, ella estará allí, con Tuca, su inseparable hermana, en su fábrica de huesitos, corriendo entre las verdes praderas de mi memoria.


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